Cuando el Monzón Abraza

Escribe Nahuel García Rocha
Desde mi Rocha, con el peso de la historia y el pulso de la realidad uruguaya latente en cada palabra, percibo una deriva inquietante en nuestra vida política: el estrépito tribal ha sustituido la argumentación, y la pasión, lejos de alumbrar el debate, lo enciende en hogueras de intolerancia. Como si hubiéramos olvidado que la democracia se sostiene en la razón compartida, no en el griterío de la tribuna.
Evoco, en medio de este ruido que confunde pasión con griterío, aquel instante tan nuestro y tan elocuente que la historia bautizó como el Abrazo del Monzón. No fue una metáfora ni una imagen construida por la literatura: fue un hecho concreto, físico, imborrable, ocurrido un 18 de mayo de 1825, cuando Rivera y Lavalleja, antiguos adversarios, se encontraron en el arroyo Monzón y, contra toda previsión de encono, se abrazaron. Habían combatido desde trincheras distintas, se habían disputado el liderazgo de los destinos orientales, y sin embargo, ese día —con la patria como única causa legítima— dejaron a un lado sus diferencias.
El verdadero poder de aquel abrazo no estuvo en lo teatral, sino en lo silenciosamente civilizador: no fue el fin de las discrepancias, sino la afirmación de que ninguna es más grande que el destino común. Hoy, como entonces, el Uruguay necesita más Monzones y menos trincheras. Y entender, como entendieron Rivera y Lavalleja, que en medio de la tormenta, solo sobrevive quien sabe cuándo bajar las armas y extender la mano.
Hoy, la “argentinización” de la política se expresa en la polarización visceral, en discursos que apelan al instinto de tribu y desprecian la complejidad de lo real. Pero nuestro desafío es otro: rescatar la palabra bien medida, esa que pesa como testigo de la verdad y no suena hueca como eslogan de estadio. Desde Rocha hasta el último rincón del país, hemos construido un legado de pactos y tolerancia; conviene no traicionarlo con la furia de la masa, sino afirmarlo con la hondura de la reflexión.
La crítica argumentada no es mero lujo literario; es piedra angular de la democracia. Requiere disciplina, rigor y humildad. Disciplina para investigar a fondo antes de hablar; rigor para confrontar cifras y testimonios; humildad para reconocer errores propios y saber que, sin escucha activa, no hay innovación posible. En cambio, la “hinchada pasional” se satisface con consignas cortas y golpes de efecto. Con ella, la política deviene carnaval de silbidos y aplausos, pero carece de fondo, de sustento, de futuro.
Cuando permitimos que el griterío reemplace la argumentación, cedemos el terreno al espectáculo y anestesiamos la conciencia ciudadana. El verdadero líder, sin embargo, no se impone con megáfonos, sino con propuestas que soportan el escrutinio de los datos, con el rigor de la indagación y con la humildad de quien sabe que, más que hablar, debe entender. Ese estilo, forjado en la mesura rochense, es el antídoto contra la lógica de hinchada: una lógica que, como todo fervor irreflexivo, termina por volverse contra sus propios apologistas.
En la calma que sucede a la tormenta, cuando el abrazo del Monzón sella la tregua, se revela el verdadero rostro de la política: no el del adversario vencido, sino el del ciudadano recuperado. La convivencia ciudadana es la base de cualquier progreso. No basta con cifras de empleo o estadísticas de crecimiento; el pulso social se fortalece cuando los vecinos conversan, cuando el disenso no se convierte en soberbia y cuando sentimos que el otro, aun discrepando, es hermano de causa en la búsqueda del bien común.
Así, con la certeza de quien ha contemplado las olas del Atlántico y las riadas del interior, me aferro a la idea del abrazo del Monzón como síntesis de lo que debemos ser: políticos cuyo verbo restañe heridas, cuyo gesto convoque al otro y cuya prosa –extensa y contundente– recupere el equilibrio entre pasión y razón.
Permítanme una última consideración: la defensa de la argumentación no es una quimera idealista, sino la condición misma de la política digna. Solo así, al reconstruir la palabra con evidencias y respeto, podremos honrar la confianza que el electorado depositó en nosotros. Porque, al fin, la fuerza de la República no reside en el estruendo de la hinchada sino en la profundidad del diálogo y en la certeza de que cada voz, por disonante que sea, merece ser escuchada y respondida con argumentos. Y desde Rocha, desde este corazón de la costa y del campo, me comprometo —no con fórmulas vacías, sino con la firmeza que nace de la reflexión— a recuperar esa herencia esencial.