junio 9, 2025

Mario Vargas Llosa; la vocación literaria como destino                                                                                                                               

A Fabrizio Bianco.

“Las palabras sobreviven a quien las escribe.” (Mario Vargas Llosa)

No impugnamos que ese vórtice consuetudinario, que parece regir a diario la vida de abundantes potenciales lectores, apenas cede algo de espacio, horario y complacencia para el tránsito lectivo de un viaje iluminado por aquellas incandescencias líquidas provistas de algoritmos digitales, prestos a ser consumidos, en la parada de un bus, en la fila del súper o en intermedio de un evento deportivo, siempre que la batería o la señal del dispositivo lo secunden. Desvariando un poco más, con que leer, como infiere Dolina, no sirve para nada, (“excepto para hacernos mejores”), cabría sincerarnos al punto de verbalizar esa exégesis con la que todos cavilan: aquellos que no quieren leer, bien quisieran haberlo hecho, (“bis” de Dolina), y haberlo podido “compartir” luego en sus redes sociales como otra buena “selfie” más.

Desde el principio, la historia de la lectura ha estado signada por mediaciones, donde lo crucial no fue nunca el soporte, sino la naturaleza de relación simbólica establecida con el texto. Precisamente, sobre esta suerte de declinación del hábito lector en plena era digital, suscribe Vargas Llosa, en “La civilización del espectáculo”: “La desaparición progresiva de la lectura en beneficio de la imagen es una de las grandes tragedias de nuestro tiempo. La lectura exige concentración, disciplina, reflexión; ver una pantalla apenas demanda pasividad.”  

 Pero, por suerte, siempre existen excepciones a la regla, asequibles de traslucir el desacierto de no aprovechar la eventualidad de haber sido, por ejemplo, contemporáneo a nuestro Nobel peruano; a quien, además de ser un paradigma real de eminente literatura,  puede leérselo con la misma exaltación de espíritu con la que este leía y releía al argentino universal Jorge Luis Borges, que tanto lo deslumbrara y por quien prodigara exultantes elogios a través de notas y textos memorables, así el ensayo “Medio siglo con Borges” dado a luz en el año 2020 por Alfaguara y que recopila, entre dispares artículos, entrevistas, reseñas y conferencias que constatan esa sentida apreciación del arequipeño por el autor de “El Aleph”.

Sin embargo, ese ecuánime derrotero, como el reciente deceso del “escribidor peruano” el pasado domingo 13 de abril en Lima, nos conmina, a que reparemos en algunos aspectos o aristas, (soslayando las reducciones), de la significación de su poliédrica figura, para el orbe político-cultural en general, e intelectual- literario en particular; sin que ninguno sea sucedáneo ni excluyente del otro, y dilatando el portento  de que, quien no le haya leído aún, gane, al allegarse a su gran obra de una buena vez.            

Al igual que un cometa celeste surcando el retórico firmamento, se nos hace preciso reconocer, en esta misma sintonía, que no solo ha fenecido otro multipremiado y célebre escritor de entre siglos, sino que además, (seamos justos), ha extinguido su estela de fuego lúcido y afilado verbo, el último de los más prolíficos e influyentes representantes del denominado “Boom Latinoamericano”. Lo hizo, llevándose en su hálito, una historia de vida cargada de mundo, soles y lunas, acaso equiparable a la de contados prodigios de nuestro siglo que, aquí en la tierra cotidianamente transitada, estamparon su huella enfática de coloso, pareciendo advertir en todo momento la manera en la cual despuntar, con su dote, del saldo humano.

 Partiendo de esta atalaya alegórica, no cabe sino pensar que entonces su desaparición signa además el cierre simbólico de una era, (y de una hermenéutica consolidada y propia), desde uno de los tantos ápices cualitativos, gerenciados en el núcleo mismo del canon narrativo, cuyo potencial gravitó tanto en la literatura hispanoamericana contemporánea como en el imaginario cultural del siglo XX y XXI.

Desde sus novelas iniciáticas, el registro de escritura de Vargas Llosa dejó en  manifiesto una pulsión estética particular, encaminada por los escarpados peñascos de una experimentación formal, una marcada complejidad estructural y una densidad conceptual sintomática a las invenciones de un temerario y, al unísono, perspicaz arquitecto, (por no decir “demiurgo”), de regiones, mundos o universos ficcionales, cuyas rigurosas leyes o tramas articularon una reflexión,( mayéutica y hermenéutica), tendiente a interpelar, a toda luz, las fisuras del poder, la fragmentación de la identidad, al igual que a las siempre latentes tensiones entre quimera y realidad, individuo- sociedad, libertad y opresión. Así lo reafirmó él mismo en Estocolmo, por el 2010, en su discurso de Premio Nobel sentenciando que “La literatura es fuego”, en alusión al poder transformador y subversivo de las palabras, como si,(efectivamente), de un ser orgánico o viviente se tratara, resultando, por consiguiente, inasequible no remitirnos al fuego y la inmanente “ceremonia” de su robador, (imagen a la que tan perspicazmente apelara su discrepante político mexicano Octavio Paz), para que así, el portento de su flama letrada, prosiguiera oxigenándose y palpitando con idéntica proverbial desmesura. Porque, tal como los cometas celestes arrastran consigo memorias de tiempos remotos en sus núcleos congelados, Vargas Llosa portó en su narrativa escrita, (casi a la par que a la oral), los ecos de imperios abatidos, revoluciones quebrantadas por la traición y olímpicas pasiones, más propias a deidades helénicas, que a almas de mortales. No tratándose, en esencia, de un astro fijo levitando en el firmamento, ni pretendiendo tampoco serlo: su trayectoria fue oscilante, su inteligencia feroz; supo arder sin consumirse, animándose a surcar territorios ideológicos, (algunos polémicos), lenguajes y estilos versátiles, camaleónicos.

 Cuando deslumbró lo hizo siempre a sabiendas que tras su destello pululaba una fuerza gravitatoria implacable que, además de encarnar su razón vital de ser, avalaba “ipso facto” su fe inquebrantable en el verbo como recurso cognitivo del pensamiento crítico e instrumento de conocimiento ético y moral, plausible de dilatar las fronteras de la experiencia humana y cuestionar los hegemónicos dogmas del poder de turno.

“La literatura es una representación engañosa de la vida que nos ayuda a comprenderla mejor”, reafirmaría en su discurso de consagrado escritor Nobel con alcance global quien, entre loables aportes, y en un constante diálogo con la historia y la política internacional, supiera legarnos mediante las tramas y modulación de sus personajes, (incluyendo al mismo “Varguitas”), una cartografía moral de nuestra propia humanidad.

En estos tiempos de exacerbada inmediatez y trivialización del discurso, su literatura se instala cual sólido recordatorio de que la novela, lejos de haber agotado sus intrínsecas posibilidades, aún sigue prodigando un arte avezado en iluminar las regiones más abisales de la naturaleza humana. El virtuosismo técnico, su agudeza crítica y su compromiso con la ficción como tótem del conocimiento y revelación, instalan a Vargas Llosa en la misma cúspide de la tradición novelística occidental.

La influencia que sobre él surtieron las lecturas de Faulkner, Flaubert, Joyce y Balzac, entre otros, participaron a que luego, en el fermento o alquimia de su propia narrativa, combinara el experimentalismo con una obsesiva necesidad de representar los conflictos sociales, políticos y morales de América Latina, tal como, en su época y geografía, lo emprendieran aquellos clásicos autores que tanto supieron desvelarlo. Consciente entonces de su posición egregia en el canon de la tradición literaria, su obra redunda, en gran medida, del diálogo y gravitación sostenidos por décadas con aquellos clásicos del siglo XIX y los renovadores de la novela del XX que lo precedieron, formaron y consiguieron acicatear su delirio literario.

Pero como toda medalla posee su reverso, el mismo reconocimiento literario que consagra al autor de “La ciudad y los perros”, “La casa verde” y “Conversación en La catedral”, como una de las cumbres del Boom Latinoamericano, acaba contrastando con la caterva de controversias que suscitó su papel como intelectual comprometido con el liberalismo político, movimiento que concibió como una defensa inquebrantable de la libertad individual, un estado de derecho y como democracia representativa ante la contingencia del autoritarismo, el populismo y el colectivismo.

Desde la obtención de su nacionalidad española en 1993, la presencia de Vargas Llosa fue paulatinamente consolidándose como una figura pública prominente, tanto en cenáculos artísticos como políticos en la madre patria. Su confinidad con aquellos sectores conservadores, (en particular con el “Partido Popular” y “Ciudadanos”), fue declarada a los cuatro vientos, al igual que sus intervenciones en auditorios o actos públicos donde criticó severamente la filosofía del nacionalismo catalán, los movimientos sociales de izquierda y los nuevos partidos progresistas. Explorar esta postura política, significa también asistir a la contradicción latente o dualidad al promover, por un flanco si se quiere “mediático”, un pensamiento liberal que, por otro flanco circunspecto, acaba recayendo en las tensiones que su discurso genera respecto a aquellos valores literarios y éticos que su obra impresa ostenta.

Asimismo, su discurso de ingreso a la Real Academia Española deja entrever esta vocación de “defensa de la civilización liberal”, al dictaminar que “la libertad individual está hoy más amenazada por el colectivismo, el nacionalismo y la corrección política, que por las  antiguas dictaduras”; posicionamiento que acusa un sesgo selectivo, tras asociar ciertas expresiones  disidentes con conminaciones a la libertad, en tanto omite el análisis crítico a las estructuras de poder económico o de la nuevas derechas reaccionarias. Efectivamente, en este contexto es donde su postura se distancia asaz de aquellos modelos intelectuales liberales que, como Albert Camus, Isaiah Berlin o María Zambrano, se arriesgaron  en apostar un poco más por la autocrítica, la apertura a una pluralidad ideológica y una complejidad moral, sin rechazar de plano cualquier otra forma de política emancipadora que no se ajusta al molde mercantil o de las instituciones representativas tradicionales.  

Un escenario no menos complejo, aunque más decadentista, puesto que esencializa las patologías políticas y reproduce una narrativa del fracaso civilizatorio, plantea el diagnóstico de Vargas Llosa, (expuesto en columnas y conferencias), referido a su beligerante “percepción” de América Latina como un continente sujeto a los inamovibles rasgos estructurales del populismo, el estatismo y la corrupción moral.

Semejante perspectiva no hace sino omitir o minimizar las complejidades sociopolíticas de estos países; obviando deliberadamente las luchas históricas acaecidas en pos de la justicia social, verdaderas experiencias democráticas innovadoras de procesos de inclusión social y alternativas económicas emergentes, muchas de las cuales surgieron precisamente como una réplica a aquellos modelos de exclusión que el mismo liberalismo económico no ha sabido hasta la fecha subsanar. Vuelve a adoptar una análoga beligerancia ante aquellos gobiernos, (como el de Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador o Lula Da Silva en Brasil), pero sin aplicar el rigor analítico que con los gobiernos de derecha y tendencias autoritarias,(como los de Jair Bolsonaro o Álvaro Uribe en Colombia).

La ambivalencia derivada de su valoración por las dictaduras arengó, en su momento, aún más la polémica en referencia a su rol de intelectual acreditado o, por lo menos, comprometido con aquellas causas prestas a ser declaradas como justas. Así lo hizo denunciando enérgicamente al autoritarismo de izquierda, (como en el caso cubano o venezolano), pero siendo mucho más indulgente, con su respaldo al “fujimorismo” en sus primeras etapas, cuya visión de orden y modernidad auspiciaron, al unísono, verdaderas prácticas excluyentes.

Esta perspectiva selectiva no sólo depaupera todo análisis, sino que tensiona la coherencia de la obra literaria del Nobel peruano. Novelas como “La fiesta del chivo” o “La guerra del fin del mundo” ofrecen una punzante crítica sobre los mecanismos de dominación política y religiosa, retratando con precisión los devastadores efectos del fanatismo y la concentración de poder. La contradicción entre esa sensibilidad artística y su posicionamiento público objeta, de plano, la escisión entre el narrador de las heridas del poder y el apologista de estructuras que acaban reproduciéndolas; a flor de piel, su análisis acaba reducido a la categoría binaria de “civilización y barbarie”.

Llegados a este punto cabe interrogar: ¿Debe un escritor circunscribir su marco de acción a la esfera estética, o tiene la, (inherente), responsabilidad ética de intervenir en la vida pública? Según el autor y analista palestino- estadounidense Edward Said, un intelectual debe fundamentalmente actuar como un “outsider profesional”, que se sitúa fuera de los muros del poder para ejercer, desde esa amplitud imparcial, una ética crítico-constructiva.

Es decir, que la figura de un intelectual tampoco puede ser ahistórica ni descontextualizada; su discurso no puede ni debe ejercerse en el vacío, sino que circula, legitima, interpela y, ¿por qué no?, también excluye.

“Aquel intelectual que se asocia demasiado con el poder, termina perdiendo aquella autonomía que le da sentido…”, expresa Beatriz Sarlo. Desde esta óptica, la cercanía de Vargas Llosa con elites políticas y económicas comprometió, o terminó por dejar en jaque, (sin que ello invalide su legado retórico), esa distancia crítica indispensable, y su autoridad literaria acabó siendo, en pos de intereses exclusivistas, utilizada como legitimación ideológica en múltiples escenarios, aunque a costa de erosionar su excelsa capacidad de cuestionamiento estructural.

La onda expansiva de controversias de esta índole, (o afines), suelen trascender toda frontera personal, ramificarse e inscribirse  en un marco de tensiones ideológicas, estéticas y políticas que, para el caso y época que nos ocupan, bifurcaron  las líneas de pensamiento de Mario Vargas Llosa con la de su par, nuestro compatriota Mario Benedetti.

 En la década del 60, ambos Mario’s compartieron la misma efervescencia política por la Revolución Cubana, empero, la desilusión del peruano tras el “Caso Padilla”, (emblema de coacción a la libertad de expresión), marcó un viraje categórico que, en su decurso, mientras Benedetti reafirmaba su compromiso con el socialismo y la causa de los oprimidos, condujo a Vargas Llosa a denunciar la deriva autoritaria de los regímenes comunistas. Esta desavenencia se materializó en trincheras enfrentadas, con un Benedetti abogando por una literatura al servicio de la conversión social en la que “la voz del escritor acompañara al pueblo” y, por la otra parte, un Vargas Llosa, salvaguardando la autonomía de las letras ante la contingencia política y el papel crítico del literato, aunque ello implicara su impopularidad.

Y aunque ninguno izara, explícitamente, alguna diatriba en contra de la persona del otro, sus intervenciones en prensa y sus ensayos permitieron entrever, más de lo dispuesto a admitir, respecto a su “sorda” pero sostenida polémica intelectual.

En 1982 Benedetti publica su ensayo “El escritor latinoamericano y la revolución posible”, reafirmando sus convicciones en el compromiso y la responsabilidad de los intelectuales en una construcción colectiva afín a la identidad latinoamericana; por su parte, Vargas Llosa publica, en tres tomos, “Contra viento y marea”, una antología de textos,(artículos, conferencias, entrevistas y ensayos breves, que inquieren en autores como Sartre, Orwell, García Márquez, Camus y Onetti), estableciendo diálogos y confrontaciones que revelan su propia evolución de pensamiento y donde además se advierte una constante: la defensa de la libertad de expresión y el rechazo al dogmatismo, sea este de origen comunista, fascista o populista.  

 Uno de los episodios más notorios y, a un tiempo, más simbólicos de esta divergencia paradigmática, acaeció en 1981 cuando Vargas Llosa fue invitado al Congreso de Intelectuales en La Habana. Benedetti, alineado con el gobierno cubano, calificó al peruano de “escritor brillante, pero políticamente reaccionario”; a lo que este último contraatacó aduciendo que el oriental “representaba a una izquierda dogmática, enemiga de la libertad”. Perseverando en las simetrías, sin omitir por ello las desemejanzas latentes en ambos escritores, remataremos diciendo, en favor de la honestidad intelectual, que los dos encarnaron dos modalidades de interpretar o juzgar el rol del pensador en América Latina: uno como militante y cronista de lo colectivo, (Benedetti), el otro como individuo crítico y escéptico ante las utopías, (Vargas Llosa). Ciertamente, su debate literario y político proseguirá siendo, hasta hoy día, y por otros venideros, clave definitiva para comprender parte de la historia intelectual que amojona a nuestro continente.

No podemos cotejar, por sobradas o exiguas que hayan sido las afinidades y disparidades sostenidas en el tiempo entre estos insignes agentes del pensamiento y “el arte del buen decir”, para luego, muy sueltos de cuerpo, rehuir reivindicar de la ponderada estimación que el premio Nobel peruano albergara, (cual genuino hallazgo), hacia el autor de “El Pozo”, el “juntacadáveres” montevideano Juan Carlos Onetti. 

En ese concierto de polifónicas voces que amalgamaron la literatura latinoamericana del siglo XX, Onetti ocupó un sitio pródigo, reservado a aquellos autores de culto: circunspectos, periféricos y, empero, fundamentales.

Vargas Llosa, al tanto de ello, publica en el 2008 su célebre ensayo “El viaje a la ficción”, texto que, adjunto con la declaración de que Onetti “fue el mejor de todos nosotros”, allende de ser un mero panegírico, se traduce también en una interpretación lúcida y cabal del orbe onettiano.

A medida que el renombre de Onetti comienza a abrirse paso en la lectura de los modélicos novelistas latinoamericanos, paralelamente, Vargas Llosa se interesa de forma particular por la complejidad psicológica, el tono sombrío y el desencanto existencial que caracterizaron obras tales como “El astillero” o “La vida breve”. Ya en la década del 80 el peruano reconocía, en las realizaciones de Onetti “una de las más radicales aventuras del lenguaje y la conciencia en nuestra literatura”, hasta posicionarlo, incluso, en la misma tradición de autores fundantes como William Faulkner y Franz Kafka. Al explorarlo, Vargas Llosa advierte en la mítica ciudad de “Santa María”, una suerte de espejo deformado de la existencia, cuyo mayor portento consiste en hacer de ese espacio ficticio una “plataforma” evasiva de una realidad degradada; en este sentido Onetti acaba convirtiéndose , para el autor de “La tía Julia y el escribidor”, en un  autoexiliado de la sustantividad, con una literatura que, portando una voz propia que suena más a resistencia pasiva, rehúye comprometerse con  causas sociales o políticas y opta auscultar el fracaso, la desilusión y la decadencia humana.

Lo cierto es que el justiprecio que Vargas Llosa encauza y pondera  ante la obra de Juan Carlos Onetti no se reduce meramente a lo admirativo, sino que avanza hasta una apuesta crítica e ininterrumpida por rescatar el brío de un autor efectivamente inclasificable; luego, desde ese paraje, el Nobel peruano se planta y actúa más como lector devoto, que como colega distante, hasta concretar, como se aprecia en “El viaje a la ficción”, una noble interpretación que devuelve a Onetti su lugar central en la literatura universal.

Difícilmente pudiéramos dar cierre a este ensayo y, sin resquemores, omitir referir la incidencia y gravitación que “Madame Bovary” y su autor Gustave Flaubert, surtieron en la base estructural del pensamiento narrativo y del propio quehacer novelístico de Mario Vargas Llosa.

Leída durante una de sus primerizas excursiones a París, la emblemática novela de Flaubert acabó signando y revelándole, a un joven Vargas Llosa, que la literatura bien podía abrir un cauce alternativo a su paso, tal como un orbe paralelo, y llegar a constituirse con el tiempo en ”la mejor vocación del mundo”. Le proveyó, además de obnubilarlo, del aliento e inspiración suficientes para estructurar, tras su forzada internación en el colegio Leoncio Prado, su primera novela y gran éxito literario, “La ciudad y los perros”. Pero no fue sino hasta doce años después, en su ensayo “La orgia perpetua”, donde el “escribidor” peruano erige, cotejando la raíz del desencanto existencial que horada la naturaleza de Emma Bovary, su tesis central de que la ficción nace del ingobernable afán de escapar de una realidad, casi siempre, insuficiente, cuando no injusta. Emma, aunque mártir de la literatura romántica,(como la Ana Karenina de Tolstoi), es también una heroína de la fantasía para Vargas Llosa, a la par que “una figura universal del ser humano que sueña con vivir otras vidas”. Esta concepción conecta con la propia filosofía de la ficción que nuestro autor desarrolla en textos como “Cartas a un joven novelista”: la novela como intransigente acto de rebeldía y creación, recurso o herramienta efectiva para vivir lo que, de otra forma, no se podría vivir; y es que tanto Emma Bovary como el novelista impugnan al mundo tal cual es y manifiesta.

Otro aspecto escrutado por Vargas Llosa incumbe a la técnica narrativa flaubertiana; especialmente el manejo del estilo indirecto libre, que faculta la fusión de la voz narrativa con la de los personajes, sin abandonar por ello la tercera persona. Este procedimiento, del que se vale Flaubert para exponer los pensamientos de Emma sin editorializar, será adoptado poco más tarde por el propio Vargas Llosa en novelas como “La casa verde” y “Conversación en La catedral”. Luego, en obras como “La tía Julia y el escribidor”, “Travesuras de la niña mala” y “El paraíso en la otra esquina” el autor incorpora personajes que, al igual que Emma, viven escindidos entre la realidad y el deseo, entre lo que imaginan y lo que verdaderamente poseen. Asimismo, la estructura rigurosa de Madame Bovary es usufructuada cual arquetipo ejemplar para la composición simétrica de otras obras de su autoría, donde los planos narrativos, los tiempos y las voces se entrelazan con precisión matemática. 

Tanto Emma Bovary, encarnando la fortaleza peligrosa y seductora de una exultante imaginación, como el propio Flaubert, cuyo efecto estético superaron las páginas impresas, hasta propagarse como un incendio y abrasar las fibras más sensibles, la ética autoral y la concepción de ficción con la que Vargas Llosa contaba antes de su encuentro con ellos, bastan para dar cuenta de la perdurable y decisiva huella que ambos supieron estampar también en su obra.           

Por ello, al final pervive,(tañe como campana), en el anverso de cada valiosa medalla en cuestión, un correlato preponderante, autorreferencial  y resistente ante cualquier disenso inquisitorio o animadversión  extraliteraria que se le ostente endilgar a Don Mario Vargas Llosa: la sola valía estética y crítica  que ha encarnado su obra por más de medio siglo, antes que redimir o soslayar sus objeciones y antinomias, justifican con creces su preeminencia en la tradición de las letras hispanoamericanas.

A propósito de Mario Vargas Llosa, una misiva arrinconada.

Pretérito, pero estimado, (en indicativo), alumno y amigo: Darío Amaral.

Resulta que hoy, entretanto revisaba unas carpetas olvidadas del IPA —aún con ese olor a tiza, café helado y ansiedad de examen parcial— me topé con un ejemplar subrayado y maltrecho de “Conversación en La Catedral” de Vargas Llosa. Al abrirlo, vi una descolorida nota al margen: “Zavalita no busca respuestas, busca una memoria”. Y de inmediato no tuve cómo no pensar en vos.

Aún logro recordarte como un estudiante un tanto irreverente, asaz curioso, con una mezcla de escepticismo y voraz apetito lector que se adivinaba en las pupilas. Cuando leímos juntos, en el patio del IPA, aquel pasaje en que Santiago y Ambrosio conversan entre cervezas tibias sobre la corrupción, la derrota y la dignidad, me percaté que algo en vos parecía cobrar vida y arder. Evidentemente no se trataba sólo de comprensión literaria, sino de esa chispa, sobre combustible, que se da cuando el libro deja de ser papel y se convierte en espejo.

Permíteme, a propósito, referirte una escueta anécdota. Fue a mediados de los ‘80, cuando yo aún dictaba clases de Literatura en cuarto grado. Uno de mis estudiantes —de noche, obrero de una imprenta en La Teja— leyó “La ciudad y los perros” y se acercó entonces, con su libro en las manos, a platicar conmigo después de clase. Allí mismo me soltó: “Profesor, yo también estuve en un mundo así de complejo, solo que no era un colegio militar, era mi propia casa.” Sin saberlo, Vargas Llosa, le había puesto palabras a una vivencia que él nunca había logrado manifestar en voz alta. Pues, esa es la potencia de la literatura, mi amigo: no explica, pero revela y trasciende. Nos da lenguaje para lo que nos duele, para lo que no sabemos cómo nombrar.

En el IPA aprendimos —y luego enseñamos— que la ficción no es evasión, sino más bien compromiso. Vargas Llosa, como Cortázar, siempre defendió que escribir es un acto moral, una forma naciente y desbordante de rebeldía. Leer, entonces, también lo es. Por ello, aunque este loco mundo nos quiera apurar, reducir y hasta distraer de lo esencial, te pido, Darío, que no abandones ese gesto tan íntimo y tan político que es abrir un buen libro.

Sé que la vida tiende, la mayor de las veces, a complicarse y a complicarnos; que nuestro trabajo, el cúmulo de responsabilidades, y una silva de urgencias nos impelen a apartarnos del tiempo lento de la lectura. Sin embargo, yo, que no sirvo de muy poco para consejos, puedo acaso pretender, para un amigo distante, que cada vez que sientas que algo se desordena adentro tuyo, acudas sin vacilación a los libros. Volvé a Zavalita, o a Lituma, o a Pantaleón. Ellos también buscaron sentido en medio del caos.

Un abrazo desbordado de tinta y gratitud, Prof. Jorge Albistur, (Literatura Española), IPA, Montevideo, 1995.

Autor

Darío Amaral, docente y escritor uruguayo, nació en Rocha en 1974; estudio Literatura en el IPA (Montevideo). Sus cuentos y poemas han sido seleccionados en antologías y revistas de Uruguay, Argentina, Chile, México y España. Libros publicados: Cuentos de Felisberto Hernández, El estampido de la entraña oriental, Confesiones de un oriental cuerdo en desacuerdo y La melancólica oquedad del caracol ermitaño. Participo en seminarios y talleres de lecto- escritura y en el proyecto de difusión cultural nacional “Uruguay te leo”, auspiciado por el MEC.